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El amarillismo, tan temido.

 

Pocos, como Orson Welles han podido saborear despacio el plato frío de la venganza.

Contaba Dolores del Río, su pareja estelar, que cuando lo acompañó al estreno de su ópera prima, El ciudadano Kane, platicó con el cineasta de esa vieja reyerta, por diferencias en los negocios del espectáculo.

Las fricciones del director cinematográfico con el magnate periodístico William Randolph Hearst eran de antología. Antiguas discrepancias los enfrentaban seriamente, hasta que Orson Welles optó por la venganza que duele.

El rodaje en secreto de El ciudadano Kane, que retrata de cuerpo entero las frustradas ambiciones de un desalmado periodista – negociante en la búsqueda del poder absoluto, y su magistral desenlace, donde se muestra disminuido, atado a un pasado grandilocuente y fallido, fue la respuesta del entonces novel cineasta.

El filme, premiado por todas las instancias de la Academia, ganador absoluto del Oscar al mejor guión del año dio la vuelta al mundo, y actualmente está considerado como una de las grandes obras maestras del celuloide de todos los tiempos.

‎El tedioso proceso judicial incoado por Hearst, quien juzgaba que era una burla de su vida, comprometió las utilidades multimillonarias de la productora cinematográfica RKO Pictures, donde Joseph P. Kennedy tenía grandes intereses.

Por presiones financieras de Hearst, el dueño de la Metro Goldwin Mayer, Louis B. Mayer, le propuso a la productora de Kennedy comprarle todos los derechos de la película en una suma con muchos ceros con el único afán de quemar todas sus copias. Nunca pudo obtenerla.

‎Aunque la película se vio sometida a todas las censuras, prohibiciones y amenazas del magnate, pudo sortear los obstáculos históricos y, después de la Segunda Guerra, la revista francesa especializada Cahiers du Cinéma orgullo del cine de autor de la nouvelle vague, rescató su valía, juzgándola como una obra colosal.

Garantizaron su lugar en la historia la víctima y el verdugo. Tanto Hearst como el victimario Welles son recordados –con diferente rasero– en cualquier latitud geográfica del planeta donde se exhiba o se mencione esta joya del cine de culto estrenada en 1941.

Hearst, dueño de un total de 28 periódicos de circulación nacional, entre ellos Los Angeles Examiner, The Boston American, The Atlanta Georgian, The Chicago Examiner, The Detroit Times, The Seattle Post-Intelligencer, The Washington Times, The Washington Herald y su periódico principal The San Francisco Examiner, además de diversificarse con la posesión de empresas editoriales, compañías y emisoras radiales, así como revistas, tal es el caso de Cosmopolitan, Town and Country y Harper’s Bazaar, entre muchas otras, cargó con la paternidad del periodismo amarillo desde que sus diarios y su imaginación inventaron un inexistente conflicto en el hundimiento del acorazado “Maine”, para que los Estados Unidos le declararan la guerra a España, invadieran Filipinas… y acabaran perdiendo sus posesiones en el Pacífico y el Caribe.

También mantuvo una intensa campaña periodística en contra de la Revolución Mexicana, primero para mantener el régimen de Porfirio Díaz y luego el de Victoriano Huerta, debido a la inmensa cantidad de propiedades y haciendas que poseía en territorio mexicano y que se habrían visto en riesgo con la revolución.

‎Randolph Hearst y Joseph Pulitzer eran los dueños de los dos monopolios de prensa más grandes de Estados Unidos, enfrentados constantemente por el sensacionalismo de sus reportajes durante la guerra por la independencia cubana.

Sus corresponsales en Cuba relataban batallas que nunca habían sucedido, crueldades españolas imaginarias y torturas que las bellas amazonas cubanas infligieron a soldados ibéricos. Hasta el ilustrador de las dos cadenas, Frederick Remington, imprimía las palabras de sus personajes sobre camisas amarillas. De ahí el calificativo legendario. El famoso “amarillismo” de todos tan temido.

Después de la vergüenza infligida por Welles, Hearst nunca pudo recuperarse. Xenofobo, pronazi, promotor de la cacería de brujas cinematográficas señaladas por el infame macarthismo, fracasó en sus intentos por gobernar el estado de Nueva York y esto lo amargó para siempre.

‎Su frustración, retratada por el genial Welles con la palabra “Rosebud”, (“capullito de rosa”) que el ficticio personaje pronuncia al morir, se refería, no al trineo de sus sueños, sino, según Gore Vidal, a la parte más pudenda de su amante, la actriz Marion Davies.

Welles entró con el pie derecho a la historia del séptimo arte. Entre otras innovaciones, introdujo la técnica narrativa del director hablando a los espectadores, explicándoles su visión de los sucesos cumbre del guión, tal como lo impuso Shakespeare, en su obra teatral sobre Ricardo III. Ahora lo vemos en la serie House of cards.

‎Nunca gozó de riqueza. Cuánto dinero logró, Welles lo utilizó para promover cine, teatro y obras plásticas de culto, productos poco rentables que consumieron su fortuna. Hearst murió en 1951, Welles lo sobrevivió. Al recibir éste en 1970 el Oscar honorífico dijo que ” su mayor logro era haber fracasado en todas las tareas materiales que había emprendido…”

El “cuarto poder” gozaba de credibilidad

La importancia de la prensa escrita en papel periódico durante los siglos anteriores, el XX incluido, es incuestionable. Sobre sus lienzos, se imprimieron todas las flaquezas y virtudes, los dramas y los éxitos de la condición humana.

Todas las grandes plumas y los talentos de excepción desfilaron por sus páginas. Muchas hazañas de la mente humana se generaron en investigaciones que primero pasaron la criba de las líneas ágatas.

Ortega y Gasset, el tribuno de la República, llegó a decir: “no hay nada más viejo que el periódico de ayer”, simbolizando el vertiginoso rumbo que llevaba el acontecer del mundo, frente a la dilatada impresión de los periódicos en los rodillos revestidos del crisol metálico de los linotipos en las viejas rotativas.

Igual que en todo el mundo, en México las noticias siempre corrían más rápido que las técnicas de impresión gráfica del periodismo. En algún tiempo, éste fue el éxito de los noticieros televisivos, que le informaban al auditorio primicias que todavía no aparecían en líneas ágata.

Aun así, tal parece que existía un acuerdo no escrito entre la opinión pública y la prensa, consistente en que mientras la gente no leyera los sucesos impresos en papel periódico, éstos no habían existido.

‎Esa era la base del éxito de las plumas y los editores, frente al poder constituido: la credibilidad del llamado “cuarto poder”. En su nombre se cometieron toda clase de imprudencias, de voladas y, por qué no decirlo, de sobornos, fundamentalmente basados en la ostentación del volumen de los tirajes de cada periódico.

Dos alarmantes declaraciones ‎expresadas durante las épocas más emblemáticas del autoritarismo, definen la paradójica relación de la prensa con el gobierno mexicano, sin duda.

La primera, a cargo del entonces presidente José López Portillo, que ante las críticas de un semanario por la falta de garantías en la previsión y solución del incendio de la plataforma petrolera marítima Ixtoc‎, tronó ante los reclamos de la suspensión de publicidad oficial: “No pago para que me peguen”.

La segunda, la respuesta a cargo del dueño del monopolio televisivo más grande de la historia de México, Emilio Azcárraga Milmo, expresando en un “Día de la Libertad de Prensa” (sic): “En Televisa somos soldados del Presidente” y además: “producimos programas para entretener a los jodidos”. Ni más, ni menos.

Los tirajes de los engañabobo$

Muy poco se puede agregar a lo anterior.‎ Sólo que durante todo el período “neoliberal” de la tecnocracia meteca y rematadora del patrimonio nacional, fueron escandalosos los arreglo$ entre la prensa orgánica y el establishment, para ocultar el desmantelamiento estatal.

Hasta que a algún encargado de medios de Los Pinos, para dar racionalidad al embute, se le ocurrió ta$ar los servicios de los diarios en atención al tiraje efectivo que cada uno de ellos producía para ser distribuido en el territorio nacional.‎ Los niveles de audiencia de los noticieros televisivos avasallaron y eran cotizados estratosféricamente.

Afortunadamente, los estudios recientes de universidades reputadas, los periódicos y los noticieros televisivos tienden a desaparecer en unos cuantos años. Influyentes periodistas norteamericanos lo han detectado y han abierto sus blogs de noticias y comentarios electrónicos inmediatos a los sucesos relevantes. Otros, como David Letterman, de plano se han retirado de los sets televisivos.

Dicen que la audiencia está cambiando vertiginosamente de preferencias, del papel impreso y la televisión, a la magia del internet. Que no es posible competir contra las imágenes que dan la vuelta al mundo en segundos. Y tienen toda la razón. Lo demás, pertenece a la prehistoria.

¡Qué bueno que no heredaremos a nuestros hijos ni el nefasto amarillismo, ni a la cohorte de locutorcitos hígados de los “estelares” noticieros radiofónicos y televisivos!.

 

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