Por muchos motivos y desde hace muchos años, no hay confianza en autoridades que se dedican a investigar presuntos delitos e “impartir” justicia.
Los de arriba, los que disponen de recursos o son poderosos, cuando advierten que está en riesgo su libertad, toman medidas de inmediato, generalmente deciden irse del país, porque si existe consigna de que deben de ser confinados, con o sin razón, difícilmente encontrarán en México abogado que los proteja.
En cambio, los de abajo, los pobres, son mayoría en las prisiones, ellos no pueden pagar un defensor y los defensores de oficio gratuitos no se dan abasto para ayudarlos.
Los de abajo mucho menos podrían considerar abandonar el territorio nacional para poner a salvo sus derechos, no tienen dinero.
Apenas hace unos días le preguntaban al senador panista Ricardo Anaya porqué decidió autoexiliarse con toda su familia en el sexenio anterior. Su respuesta fue: “no soy ingenuo”. En otras palabras, temía y sabía que existía la intención de aprehenderlo, por el supuesto cobro de comisiones como legislador.
Prefirió irse a vivir a los Estados Unidos y no correr el riesgo de ser detenido.
Regresó una vez que cambiaron las condiciones políticas y quedaron superadas las intenciones de confinarlo.
Ricardo no es el único que ha preferido irse del país. También hizo lo mismo Francisco García Cabeza de Vaca, ex gobernador de Tamaulipas. Con la ventaja de que es mexicano y tiene la nacionalidad norteamericana.
Otras y otros han actuado igual.
Quienes han jugado al valiente y creído que la imparcialidad caracteriza las resoluciones judiciales, pagan o pagaron consecuencias.
Rosario Robles, quien fue jefa de gobierno en la Ciudad de México y secretaria de Desarrollo Social, alardeó que no tenía miedo y regresó de sus vacaciones en Europa para acudir ante la instancia que reclamaba su presencia, aclarar imputaciones e irse a su casa. No fue así. El juez ordenó su encarcelamiento preventivo. Recuperó su libertad años después, aunque pareciera que sus conflictos legales todavía no han terminado.
Tomás Zerón, quien ha sido acusado de estar involucrado en el caso Ayotzinapa, de presunta tortura y otros delitos, se fue a Israel, país con el que no existe tratado de extradición y que hasta la fecha ha desatendido peticiones de autoridades mexicanas que buscan juzgarlo.
Algunos que también temen les cobren cuentas pendientes y que no lograron ningún tipo de fuero en las pasadas elecciones, sin hacer ruido, han optado por el ostracismo, en vez de exponerse ante un poder judicial donde hay juzgadores que actúan en connivencia con potentados.
Para el ciudadano común la situación es diferente, en particular para quienes tienen un estatus medio o bajo. Los que viven en la medianía venden hasta su alma para pagar a sus defensores y evitar el encarcelamiento en tanto no se les acabe el dinero o su patrimonio.
Lo peor es para los pobres. No importa que sean inocentes. Si caen en manos de los llamados juzgadores por consigna o de los que ponen en venta sus resoluciones, están condenados al encierro.
Los pobres tienen sin cuidado a los juzgadores, solo representan un número para la estadística.
Ese es el contraste entre ricos y pobres en materia de justicia.
Para los primeros queda la opción de echar mano de sus recursos para conservar la libertad. Para los segundos la opción en la cárcel.
La nueva reforma judicial, que deberá de ir más allá de la elección de juzgadores, tendrá que garantizar que la impartición de justicia sea pareja para los justiciables.
No hay duda que la población con más carencias es la que clama justicia y es la que le dio el voto al partido en el poder y a sus aliados para que hagan la parte que les corresponde.
Más vale que así sea, porque si se pasa por alto el sentido social que requiere la reforma judicial y vuelve a desdeñarse a los pobres, estos pobres, en las elecciones intermedias, con su voto, podrían rehacer la representación de fuerzas en las cámaras legislativas, donde es indispensable la mayoría calificada para aprobar reformas constitucionales.
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